El arrastre fue un suplicio prolongado.
La cadena del collar mordía su garganta mientras Saúl la arrastraba por pasillos opulentos, lejos de la sala del trono, hacia los dominios de la Matriarca.
La puerta de la habitación de la Matriarca se abrió.
Una mujer de unos sesenta años, erguida como un sargento, los cabellos grises recogidos en un moño severo, la esperaba. Vestía un traje sastre oscuro, impecable, y en sus manos sostenía una paleta de madera lisa, pulida por el uso. Sus ojos, pequeños y penetrantes como agujas de hielo, evaluaron a Ivanka con desprecio profesional.
— Esta es la mordedora, Matriarca —gruñó Saúl, arrojando el extremo de la cadena al suelo — El Amo ordena una zurra memorable.
La Matriarca asintió, sin apartar la mirada de Ivanka. Un gesto mínimo de su mano despachó a Saúl, quien cerró la puerta tras de sí, dejándolas solas. El silencio fue más aterrador que los gritos del sótano.
— En cuatro — ordenó la mujer, su voz un latigazo seco.
Ivanka no se movió. La rab