El motor rugía como una bestia herida. Gianni apretaba el volante con tanta fuerza que el cuero crujía bajo sus nudillos blancos.
Las imágenes se sucedían en su mente con la velocidad de una ametralladora: la cabeza de Natasha Grenova, grotescamente preservada en el hielo, en la elegante caja enviada a Corlys. El rostro de Ivanka, sonriendo con una inocencia que ahora le parecía una burla cruel. La fotografía. Y, sobre todo, la pregunta que martillaba su cráneo:
«¿Qué mierda está tramando Viktor Volkov?»
Enviar la cabeza era una declaración de guerra suicida. O una jugada tan retorcida que solo el Pakhan podía concebirla. Gianni sentía el engranaje moviéndose, encajando piezas que no veía, y él, el arma perfecta, estaba siendo apuntado en una dirección que olía a desastre. Necesitaba respuestas. Ahora.
El portón principal de la mansión Volkov apareció en la oscuridad, flanqueado por guardias que parecían estatuas de sombra y acero. Muchos más de los habituales. Y de otra calaña. Giann