El trayecto hasta la base operativa de la DIGE fue un silencio cargado de electricidad estática.
Dentro del vehículo blindado, Semyon Volkov jadeaba entre los agentes, el olor a miedo, sudor y sangre seca impregnando el espacio reducido. Gianni, sentado frente a él, miraba por la ventana tintada. San Petersburgo nocturna desfilaba como un paisaje onírico y hostil, sus luces reflejándose en sus ojos verdes, convertidos en pozos de hielo agrietado. El brazo herido palpitaba con cada bache, un recordatorio punzante del principito calabrés y su sonrisa desafiante desapareciendo en el cielo. La rabia era un ácido corroyéndole por dentro, pero la superficie permanecía glacial, impasible. Solo el leve tic en su mandíbula delataba la tormenta.
La llegada a la base fue un ritual de sombras. Miradas furtivas, murmullos ahogados, el peso de la autoridad de la DIGE envolviéndolo como una segunda piel. Sin perder tiempo, Gianni encabezó el convoy que arrastraba a un Semyon semi-inconsciente hacia