El silencio en la biblioteca de la mansión Volkov era tan denso como el polvo de los libros antiguos, pero infinitamente más cargado. No era un silencio de paz, sino el de una herida abierta, palpitante de rabia y veneno. Sasha Volkova ocupaba el gran sillón de cuero, su sillón, el trono simbólico desde el que su esposo gobernaba mentalmente. Pero hoy, por primera vez, no era su lugar por derecho propio o por reflejo de su poder. Hoy, lo ocupaba por usurpación, por desesperación, por la necesidad visceral de reclamar lo que sentía arrebatado.
La imagen se repetía en su mente, una película de humillación proyectada contra sus párpados cerrados: Viktor levantándose, él, el Pakhan, el dios intocable, para ella. Besando la frente de esa mocosa con un orgullo que nunca le había mostrado a Sasha. Luego, la escena que la desgarraba: Viktor sentando a Ivanka en este mismo sillón, colocando sus manos sobre sus hombros como una coronación.
— Les presento a mi Koroleva: Ivanka Volkova. Mi sangre