La música thump-thump-thump del club subterráneo de San Petersburgo latía como un corazón enfermo. Entre humo azulado y destellos de luces estroboscópicas, Gianni Giorgetti, con tan solo 18 años poseía una elegancia innata que cortaba el aire, observaba.
Su camisa negra de seda, abierta hasta el esternón, dejaba ver la palidez marmórea de su piel y la sombra de músculos definidos bajo la fina tela.
En la mano, un vaso de whisky de malta añeja centelleaba con reflejos ámbar. No bebía para embriagarse; bebía para saborear el control. Cada sorbo era un recordatorio de su dominio sobre el caos que lo rodeaba.
Y en el centro del torbellino, como un remanso de oscura gravedad, ella giraba. Su presa, su obsesión.
Con su cabello negro largos, sus ojos azules glaciales como el hielo más profundo de los lagos siberianos, escudriñando el ambiente con desdén calculado.
Labios pintados de un rojo tan intenso que parecía sangre recién derramada sobre la nieve de su cutis. Ivanka Volkova. Bailaba sola, aislada en un círculo invisible que nadie osaba traspasar.
Sus movimientos eran hipnóticos, fluidos y letales, como los de una serpiente encantadora. No buscaba compañía; exigía admiración. Era el núcleo, el punto fijo alrededor del cual giraba la decadencia de la sala.
Gianni sonrió detrás del borde de su vaso.
«Una niña», pensó, el pensamiento afilado y condescendiente. «Una niña preciosa y peligrosa jugando a ser una depredadora»
Pero qué promesa encerraban esos ojos helados, qué potencial para el caos en esa postura desafiante.
Su mirada recorrió las sombras discretas junto a las columnas: guardaespaldas de los Volkov, duras siluetas con ojos de halcón que vigilaban a su joya. El peligro, palpable como la electricidad antes de la tormenta, solo avivó el fuego en el pecho de Gianni. La emoción de lo prohibido, de lo custodiado, era un néctar para su alma retorcida.
Sus miradas se cruzaron cuando Ivanka giró en su danza solitaria. Un instante. Dos. El tiempo suficiente para que Gianni viera el destello de reconocimiento en sus ojos azules, una chispa de interés frío que se apagó tan rápido como apareció, reemplazada por un desafío aún mayor.
Ella sostenía su mirada verde, hipnótica, como si midiera al intruso que osaba observarla tan de cerca. Luego, con un movimiento deliberado, le dio la espalda. La invitación era clara, silenciosa y letal: Si te atreves, ven.
Gianni se puso de pie. Su elegancia no era estudiada; era inherente, fluida como el aceite negro. Cada paso hacia ella era una declaración, un desafío a la barrera invisible y a los guardias que tensaban sus músculos en las sombras.
El murmullo del club pareció amortiguarse, centrado en ese acercamiento. Se detuvo justo detrás de ella, sintiendo la energía que emanaba de su cuerpo, el perfume caro y agresivo que envolvía el aire: jazmín negro y vodka helado. Sin una palabra, deslizó sus manos largas y de dedos finos alrededor de su cintura delgada. El contacto fue firme, posesivo, una invasión calculada de su espacio.
Ivanka se giró. El destello plateado de una daga apareció en su mano, tan rápido que pareció materializarse del aire. La punta fría se clavó con precisión contra la garganta de Gianni, justo sobre el latido de su carótida. La presión era suficiente para amenazar, no para cortar. Todavía.
Gianni no retrocedió. No parpadeó. Al contrario, una sonrisa lenta, profunda y genuinamente satisfecha, se extendió por sus labios. Sus ojos verdes, iluminados por una fascinación peligrosa, recorrieron su rostro, desde los labios rojos hasta los ojos de hielo.
— Peligrosa, Iskra — murmuró, su voz un susurro sedoso que cortó el ruido de fondo. Usó el apodo ruso para "Chispa" con una familiaridad deliberada, como si ya la poseyera.
Ivanka no bajó el arma. Sus ojos azules escudriñaron los suyos, buscando miedo, encontrando solo esa fascinación perturbadora.
— Más de lo que imaginas, enmascarado — replicó, su voz melodiosa pero afilada como el filo de su daga.
Gianni arqueó una ceja perfecta, una expresión de curiosidad burlona.
— ¿Enmascarado?
Una sonrisa fría, casi imperceptible, curvó los labios de Ivanka.
— Sí... algo me dice que te escondes detrás de esa máscara de seducción. — Su mirada recorrió su rostro, su camisa abierta, su postura desafiante. — Es una buena máscara. Pero sigue siendo una máscara.
Gianni soltó una carcajada. No fue forzada; fue un sonido rico, cálido y genuino que resonó en el pequeño espacio entre ellos, desconcertando a los guardias que observaban tensos.
Bajó lentamente las manos de su cintura, mostrando palmas vacías en un gesto de tregua calculada. Luego extendió la diestra hacia ella, como un caballero ofreciendo un baile, no como alguien que acababa de tener un cuchillo en la garganta.
— Gianni Giorgetti.
Ivanka mantuvo la daga un instante más, sus ojos evaluándolo. Luego, con un movimiento fluido, la hizo desaparecer en algún pliegue de su vestido escarlata. Depositó su mano, pequeña pero fuerte, en la de él. Su piel era fresca, suave, pero Gianni sintió la fuerza contenida en su agarre.
— Ivanka Volkova.
Gianni sonrió, una curva enigmática en sus labios.
«Lo sé», pensó, el conocimiento un peso dulce en su mente. «Sé quién eres, hija de los lobos. Sé de tu sangre y de tu jaula dorada» Pero guardó el secreto, otro hilo para su red.
— ¿Permites que te compre una bebida, Ivanka? — preguntó, su tono era una sugerencia, no una súplica.
Un brillo de interés genuino, mezclado con desafío, encendió sus ojos azules. Asintió con un leve movimiento de cabeza.
En la mesa VIP de los Volkov, un oasis de terciopelo rojo y penumbra estratégica, pidieron dos vodkas helados, el alma de Rusia en cristal tallado. Ivanka se recostó en el sofá, estudiándolo con la intensidad de un gato ante un juguete nuevo.
— ¿Qué quieres saber? — preguntó, jugueteando con el tallo de su copa. Su voz era un susurro cargado.
Gianni se inclinó hacia adelante. La distancia entre ellos se redujo a un suspiro. Con un movimiento íntimo, casi paternal pero cargado de electricidad, le apartó un mechón de cabello negro que caía sobre su mejilla. Sus dedos rozaron deliberadamente su piel, un contacto que hizo que sus ojos azules se estrecharan, pero no retrocedió.
— Todo, Iskra — susurró, su voz un arrullo venenoso. Su mirada verde no se apartaba de la suya, atrapándola en una red invisible.
Ivanka soltó una carcajada. Fue un sonido inesperado, claro y musical, que contrastaba con su aura glacial.
— Necesitarías una vida entera para conocer todo de mí, Gianni — dijo, un desafío en sus ojos.
Gianni no vaciló. Tomó su mano libre. Sus dedos se entrelazaron con los de ella, un gesto posesivo, íntimo, que sellaba un pacto no dicho. Llevó sus nudillos a sus labios. El beso que depositó fue ligero, casi reverente, pero la intención detrás quemaba.
— Tengo todo el tiempo del mundo para ti, Iskra — murmuró contra su piel, su aliento cálido rozando sus nudillos. Levantó la vista, clavando sus ojos verdes en los azules, hipnotizándola. — No importa si una vida no es suficiente. Puedo darte las que quieras.
Un rubor tenue, como el reflejo del sol en la nieve, tiñó las mejillas de Ivanka. Fue fugaz, pero suficiente. Ella apartó la mirada primero, rompiendo el hechizo visual, un gesto de vulnerabilidad que Gianni atesoró como una joya rara.
«Comencemos a tejer nuestra red, bonita arañita», pensó, una sonrisa de depredador satisfecho curvando sus labios mientras saboreaba su pequeña victoria.
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El auto de lujo negro se deslizó por las calles nevadas de San Petersburgo. Gianni conducía con una mano en el volante, la otra apoyada en la ventanilla.
Ivanka miraba el paisaje urbano bañado en plateado lunar, pero su perfil reflejado en el cristal mostraba una concentración pensativa, una chispa de curiosidad que no se apagaba.
La mansión Volkov, una fortaleza de piedra gris y ventanas altas como ojos de lobo vigilantes, apareció al final de un camino flanqueado por abetos nevados.
Gianni detuvo el coche frente a la imponente puerta de roble tallado. Con la gracia de un caballero de épocas oscuras, salió, rodeó el vehículo y abrió la puerta para Ivanka. Ella descendió, el rojo escarlata de su vestido una mancha vibrante contra el blanco inmaculado de la nieve.
Se quedaron de pie, uno frente al otro, en el silencio cristalino de la noche invernal. El aire helado formaba nubes efímeras entre ellos.
— Gracias por la compañía, Gianni Giorgetti — dijo Ivanka, su voz más suave ahora, pero aún con un filo de acero.
Él le acarició la mejilla. Su piel estaba fría, pero él sintió el calor latente bajo la superficie, el fuego que ardía en su interior. Un fuego que anhelaba moldear.
— Te veré pronto, Ivanka — prometió, sus palabras una seda negra tejida con certeza. Luego, inclinándose, depositó un beso en su frente. Fue un contacto breve, respetuoso en apariencia, pero cargado de una posesión simbólica que hizo que Ivanka contuviera la respiración. Un gesto protector que era, en realidad, la primera marca del cazador.
En ese instante, la puerta principal se abrió de golpe.
— ¡Ivanka! — Una voz rasgada por la ira y algo más turbio, el vodka quizás, cortó la noche como un látigo.
Sasha Volkova, envuelta en una bata de seda costosa, pero con el cabello revuelto y los ojos inyectados de furia, apareció en el umbral. Su belleza estaba marchita por el resentimiento y los excesos.
Cruzó la distancia con pasos torpes y agarró a Ivanka del brazo con fuerza brutal, las uñas clavándose en la piel a través de la fina tela del vestido.
— ¡Pequeña ramera! ¡Te volviste a escapar! ¿Crees que puedes hacer lo que te plazca?
Ivanka cerró los ojos. Un gesto rápido, casi imperceptible, pero Gianni lo captó: el encogimiento instintivo de los hombros, la leve tensión en la mandíbula. Era la postura de quien espera el golpe, una reacción grabada a fuego por la repetición. Sasha alzó la mano, la palma abierta, el rostro distorsionado por el odio.
El golpe no llegó.
La mano de Gianni atrapó la muñeca de Sasha en pleno descenso. Su agarre fue de acero, implacable, deteniendo el impulso con una fuerza que hizo crujir los huesos pequeños bajo la piel.
— No se atreva a ponerle una mano encima — dijo Gianni. Su voz no alzó el tono, pero cada palabra cayó como un bloque de hielo en el silencio repentino.
El frío que emanaba de él era más penetrante que el de la noche siberiana.
Sasha lo miró, primero con sorpresa, luego con un desdén viscoso que pretendía ocultar el miedo que empezaba a asomar. Los guardias se tensaron, pero no hicieron ningún movimiento.
— Tú no te metas, niño — escupió, intentando zafarse inútilmente. — ¿Me dirás cómo educar a mi hija?
Gianni no respondió con palabras.
Con la mano libre, agarró a Sasha por el cuello. No con fuerza para asfixiar, pero sí para inmovilizar, para mostrar un dominio absoluto.
Sus dedos se cerraron alrededor de su garganta con una presión calculada que cortó su respiración. Sus ojos verdes, convertidos en esmeraldas heladas, se clavaron en los de ella, ahogando cualquier atisbo de desafío.
— No permitiré que una basura como usted toque lo que es mío — susurró, su voz un silbido letal que solo Sasha e Ivanka pudieron oír. Cada sílaba era un cuchillo de hielo. — Si se atreve a tocar siquiera uno de sus cabellos, la mato. ¿Entendido?
El miedo, crudo y animal, reemplazó la furia en los ojos de Sasha. Asintió, un movimiento convulsivo y rápido. Gianni la soltó como si desechara algo repugnante. Sasha retrocedió, tropezando, llevándose una mano a la garganta donde ya empezaban a marcarse los dedos de Gianni.
Él se volvió hacia Ivanka. La joven lo miraba con los ojos muy abiertos, una mezcla de incredulidad, sorpresa y algo que podría ser... fascinación. Gianni le guiñó un ojo, una promesa cómplice en la noche.
— Nos vemos, Iskra.
Subió al auto sin mirar atrás. El motor rugió, un sonido de desafío final, antes de que el vehículo se deslizara por la avenida nevada, dejando atrás a las dos mujeres inmóviles en el umbral: una jadeando de odio impotente, la otra observando la niebla de los escapes con una chispa nueva en sus ojos de hielo.
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El apartamento de Gianni era un santuario de lujo minimalista y sombras calculadas. Paredes de hormigón visto, muebles de diseño italiano en negro mate y acero, y una gigantesca ventana que mostraba San Petersburgo como un tapiz de diamantes negros salpicado de luces doradas. El silencio aquí era absoluto, un contraste brutal con el club.
Gianni se sirvió otro whisky, sin prisas.
Caminó hacia la única pared que no era fría y anónima. Una pizarra negra, enorme, ocupaba casi todo el espacio.
Y sobre ella, un mosaico obsesivo: docenas de fotografías de Ivanka Volkova. Ivanka montando a caballo, su expresión seria y dominante. Ivanka en una gala, rodeada pero sola, sus ojos escaneando la multitud como un halcón. Ivanka leyendo en un parque, un mechón de cabello negro cayendo sobre su perfil concentrado.
Y en el centro, una ampliación borrosa pero perfecta: Ivanka bailando esa noche, el vestido rojo una mancha de pasión prohibida, sus ojos azules mirando directamente al objetivo (¿a él?) con ese desafío glacial que le aceleraba la sangre.
Gianni se detuvo frente a la pizarra. Alzó su vaso en un brindis silencioso hacia la imagen central. Sus ojos verdes, ahora libres de toda máscara social, ardían con una luz fría, satisfecha, profundamente peligrosa. Un depredador que había encontrado no solo una presa, sino un espejo, un desafío a su altura, un proyecto fascinante.
— El juego ha comenzado — murmuró, su voz un susurro que el silencio del apartamento absorbió como un voto sagrado.
Afuera, la nieve seguía cayendo sobre San Petersburgo, cubriendo huellas, borrando las marcas de los neumáticos en la calle. Pero en el corazón de Gianni Giorgetti, una semilla oscura y compleja había germinado.
La araña roja había entrado en su red. Y él, el príncipe de las sombras, estaba dispuesto a tejer un destino que los uniría en un baile mucho más peligroso e íntimo que cualquier tango en un club. La partida estaba en marcha, y las apuestas eran almas.