El ambiente en la sala de estar, a dónde se habían dirigidos después de la cena, era denso, cargado del humo del cigarro de Salvatore y el aroma acre del whisky de malta que llenaba los pesados vasos de cristal.
La luz tenue de una lámpara de pie creaba un círculo íntimo alrededor del grupo, arrojando sombras alargadas sobre las paredes decoradas con sobrio lujo. Salvatore, desde su sillón de cuero que parecía un trono, sirvió una medida generosa para Thiago, otra para Gabrielle, y luego, con una mirada calculadora, extendió un vaso hacia Gianni.
Gianni lo tomó con un gesto de asentimiento, los dedos cerrándose alrededor del cristal frío.
— ¿Ahora qué sigue, Giorgetti? — preguntó Salvatore, reclinándose en su asiento, sus ojos grises fijos en el joven como los de un halcón evaluando a su presa.
Gianni se recostó ligeramente contra el respaldo del sofá, mirando el techo como si las respuestas estuvieran escritas en el yeso. Un suspiro profundo, cargado de frustración y cansancio, escap