El agua caliente había lavado la sangre y la suciedad, pero no la tensión que llevaba grabada en los músculos. Gianni, vestido con unos jeans negros y una camiseta gris de algodón que olía vagamente a Gabrielle (un detalle que lo irritaba), se encontró vagando por los pasillos silenciosos de la enorme casa. Sus pasos, casi felinos, lo llevaron instintivamente hacia un balcón cercano a la suite donde habían dejado a Ivanka como si una cuerda invisible lo guiara hacia ella. Necesitaba aire. Necesitaba el silencio abrumador del desierto para ordenar el caos en su mente.
Se apoyó en la fría barandilla de metal, pasándose una mano por el cabello aún húmedo que caía ligeramente en su frente. El cielo sobre Las Vegas era un manto negro salpicado de diamantes fríos e indiferentes. La vastedad le recordó su propia pequeñez y, al mismo tiempo, la inmensidad del problema que tenían entre manos.
Ante él, el desierto se extendía como un mar oscuro y silencioso, salpicado por el brillo lejano y eng