No supe cuánto tiempo estuve ahí, en ese callejón, con el peso de su mirada clavada en mi espalda. El auto de Gael no se movió, pero yo tampoco. Era como si los dos estuviéramos esperando a ver quién cedía primero. Al final, fui yo. Me sequé la cara con las manos, respiré hondo y seguí caminando, dejando atrás el callejón y su silencio vigilante.
Pasaron dos días. Dos días en los que Damian no apareció, no llamó, no mandó mensajes. El silencio debería haberme aliviado, pero en realidad me ponía más nerviosa. Era como esperar una tormenta que sabes que va a llegar, pero no sabes cuándo. En el café, cada vez que sonaba la campanita de la puerta, mi corazón daba un salto. No era Damian el que esperaba. Era a Gael. Y eso me daba más miedo.
El tercer día, mientras limpiaba la máquina de espresso, mi teléfono vibró en el bolsillo del delantal. Ni siquiera miré el número en la pantalla, solo contesté.
—¿Sí?
—Viatrix.
Una sola palabra. Su voz. Grave, tranquila.
Me apoyé contra la barra