Mundo ficciónIniciar sesiónLa mañana había llegado con la misma solemnidad fría que la Sra. Harrington había impuesto al evento. No hubo muchos invitados; solo un juez de paz comprado, un fotógrafo discreto, pocos familiares y el silencio opresivo de la sala de música, convertida en un altar de conveniencia.
Liam se sintió como un farsante. Su uniforme de chófer había sido sustituido por un traje de frac que perteneció al difunto abuelo de Eleanor, ajustado a toda prisa. Olía a naftalina y a una vida que no le pertenecía.
Eleanor apareció del brazo de su padre, un hombre que parecía más avergonzado que paternal. Iba vestida de seda perla, demasiado simple para su habitual ostentación, lo cual acentuaba su palidez. Sus ojos verdes disparaban dagas contra Liam.
—Pareces un mayordomo disfrazado, O’Connell —susurró Eleanor, apenas a unos metros de él, su voz vibrando con veneno contenido.
—Y usted parece una estatua de mármol que acaba de despertar, señorita Harrington. Evidentemente, no es el día más feliz para ninguno de los dos.
—No me llames “señorita”. Eres mi esposo, ¿recuerdas? Ahora me has robado hasta el nombre.
—Yo no he robado nada. Solo tomé una oferta de negocios. El ladrón de nombres fue usted, al ocultar la verdad —replicó Liam, manteniendo el rostro impasible, el honor era su último recurso.
El juez comenzó el ritual, su voz monótona era un fondo molesto para la guerra silenciosa que se libraba entre los novios.
Llegó el momento de los votos. Cuando el juez preguntó si aceptaba a Eleanor como esposa, Liam lo miró directamente.
—Acepto —Su respuesta fue firme, sin alegría, pero inquebrantable. El precio de la vida de su padre estaba garantizado.
Eleanor dudó. Su respiración se aceleró, sus uñas se clavaron en la palma de su mano. La Sra. Harrington le dedicó una mirada gélida.
—Eleanor. La familia espera —siseó la matriarca desde la primera fila.
Eleanor cerró los ojos un instante, una lágrima solitaria recorriendo su mejilla. Había llegado el momento de rendición total.
—Acepto —Su voz fue apenas un susurro que sonó a derrota.
Liam le colocó el anillo, una sencilla banda de oro. Sus dedos se rozaron; Liam notó el temblor frío de ella. El contacto físico era tan falso como el juramento.
—Por la ley del estado, los declaro marido y mujer —declaró el juez, cerrando su libreta.
El fotógrafo dio un paso al frente, la cámara lista.
—¡Ahora, el beso! Necesitamos una prueba de esta unión feliz. ¡Sonrían, por favor!
Eleanor palideció. Liam sintió un repentino impulso de protección, no por ella, sino por su propia dignidad.
—Un segundo —Liam se acercó a Eleanor, susurrando—. No actúe como una niña, Eleanor. No arruine la única evidencia que tenemos que este infierno es real.
—¡Me das asco! —siseó ella, pero se quedó inmóvil.
Liam, con una determinación inesperada, colocó una mano en su cintura para acercarla. No fue un beso de pasión, sino un beso de contrato: frío, rápido y calculado. Sus labios se encontraron por un instante, un choque de mundos, un sabor a amargura y perfume caro. La instantánea fue tomada.
Tan pronto como el fotógrafo se retiró, Eleanor se apartó de Liam como si la hubiera quemado.
—No vuelvas a tocarme —Su voz era un látigo, aunque la indiferencia de Liam lo equilibraba.
—Es un matrimonio, señora O’Connell. Tendremos que fingir en público. No se preocupe, sus aposentos serán suyos, y el mío, imagino… será el diván del vestier. El contrato establece la fachada, no el placer.
Eleanor se burló. —Tanto mejor. Preferiría dormir en el garaje dentro de un auto antes que con el chofer.
—Afortunadamente, el garaje es mi territorio de día, y su habitación será su cárcel de noche. La suya, no la mía.
La Sra. Harrington intervino, cortante:
—Basta. O’Connell te cedimos una habitación en la casa, puedes llevar tus maletas. Es la antigua habitación de invitados. Es espaciosa, pero está lejos de la de Eleanor. Queremos decoro y precisión.
Liam asintió, recogiendo la maleta de cuero barata que su madre había empacado.
—Gracias, señora Harrington. Por cierto, ¿la renta para mi padre?
La Sra. Harrington le entregó un cheque. Liam lo tomó sin una mirada. La connotación era clara: no estaba allí por Eleanor; estaba allí por el papel.
—Ahora que tiene su pago, espero que recuerde su lugar. Mañana mismo, reanudará sus tareas como chófer. Esposo de noche, sirviente de día, si hay algún cambio se lo haré saber.
—Entendido. Y mi esposa... —Liam miró a Eleanor, desafiándola—. ¿Ella también reanudará sus obligaciones sociales mañana? Como la perfecta señora O’Connell.
Eleanor se tensó. El peso del apellido de Liam, tan ordinario, ahora la anclaba.
—Haré lo que deba. Pero si te atreves a dirigirme la palabra en público, más allá de lo que requiere el decoro, me aseguraré de que tu padre pierda su renta.
—Y si usted se atreve a despreciarme en público, yo revelaré el motivo real de esta boda forzada —replicó Liam, con una audacia que sorprendió a Eleanor.
El aire se llenó de una tensión eléctrica, una mezcla de amenaza y promesa. El matrimonio había empezado, y era una zona de guerra.
Liam se dirigió a la puerta, su maleta en la mano, dejando a Eleanor sola con la Sra. Harrington.
—Disfrute de su noche de bodas, Eleanor —dijo Liam, sin girarse. Lady Harrington soltó un bufido de cansancio.
—Tú te lo buscaste, debes hacer que funcione —dijo retirándose.
Eleanor lo miró irse, sintiendo un escalofrío recorrer su cuerpo. No era miedo, sino la extraña sensación de que, por primera vez, su vida ya no le pertenecía a su madre, sino a un chofer endeudado. Toda la responsabilidad la sentía en ese momento sobre sus hombros, arrepintiéndose de sus acciones.







