El olor a gasolina y cuero envejecido era lo único que Liam O’Connell conocía de la riqueza. Su uniforme de chófer, color gris carbón, era un disfraz de decencia; bajo la tela de lana se escondían las cicatrices de la preocupación.Apretó el volante del Bentley Silver Ghost de 1930. Las yemas de sus dedos, curtidas por años de trabajo más duro que el simple conducir, sintieron la frialdad del metal. En la guantera, escondida bajo los mapas, llevaba una factura del Sanatorio St. Jude. Doscientos cincuenta dólares. Una fortuna. El doble de lo que había ganado en los últimos tres meses.“Aguanta, padre. Lo conseguiré. Siempre lo hago”, se dijo, un mantra gastado que usaba para engañar al miedo.Desde su asiento, Liam observó la fachada de mármol de la mansión Harrington, un bastión de la alta sociedad de Manhattan. Una jaula de oro. Esperaba a la señora Harrington para llevarla a su club de bridge, pero los minutos se convertían en horas.Abrió la puerta del coche. La humedad del air
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