El viaje desde la mansión de Hywell hasta el hospital, en la misma camioneta de lujo que la había sacado a la iglesia en su nonata, se sintió irreal. Jade seguía vestida de novia, el delicado encaje y la seda blanca se sentían fuera de lugar, como una burla cruel en el asiento de cuero oscuro.
Uno de los chóferes de Hywell, un hombre corpulento y silencioso, conducía con una eficiencia discreta. La llevó a través de las bulliciosas calles de Los Ángeles, los sonidos de la ciudad apenas penetraban el blindaje del vehículo.
Su mente era un torbellino. La muerte de Robert, la confesión de Hywell, el pacto por el corazón de su padre. Todo se entrelazaba en un nudo de incredulidad y miedo. Pero la verdad, por dolorosa que fuera, también traía una extraña claridad. Robert no había sido su salvador, sino una marioneta, y Hywell, el hombre que la había aterrorizado por meses en una prisión de lujo y extravagancias, había sido el verdadero artífice de la vida de su padre, y eso, hasta ese mome