La dirección que Hywell Phoenix recibió en su teléfono lo llevó a las afueras de Los Ángeles, a un distrito industrial olvidado.
El sol comenzaba a descender, tiñendo el cielo de naranjas y morados, pero el ambiente en el viejo complejo era sombrío y desolador. La limusina se detuvo frente a lo que parecía ser una vieja fábrica de químicos abandonada. Las ventanas estaban rotas, los muros de ladrillo desconchados y cubiertos de grafitis.
Un letrero oxidado, apenas legible, colgaba ladeado sobre la entrada principal, balanceándose con el viento suave.
Hywell se bajó del vehículo, completamente solo como le habían exigido. El aire, pesado y estancado, olía a metal viejo, humedad y un rastro tenue de productos químicos olvidados.
El silencio era casi absoluto, roto solo por el chirrido ocasional de algún insecto o el murmullo lejano del tráfico de la carretera. Sus ojos, normalmente fríos y calculadores, ahora estaban inyectados de pánico y una furia silenciosa. La ansiedad lo carcomía,