La semana que siguió a la bendición de Morgan fue un torbellino de indecisión para Jade. Pasó horas, días, sopesando los pros y los contras de la oferta de Hywell. Su mente era un campo de batalla donde la lógica chocaba con la emoción, el pasado con la promesa de un futuro incierto y su corazón con su carebro.
La verdad era innegable: no amaba a Hywell. No sentía esa pasión desenfrenada y, en retrospectiva, tóxica que había sentido por Robert, el hombre que ahora yacía en una tumba anónima. Con Hywell, no había mariposas en el estómago, no había un amor ciego que la impulsara. Sin embargo, no podía negar que le gustaba la atención. La forma en que Hywell se había rebajado, disculpándose con su padre, devolviéndole su fortuna, renovando el jardín… eran gestos de un poder y una devoción que, a su manera, eran atractivos, sin hablar de su pasión por la sangre.
Le gustaba la nueva forma de ser de Hywell. Esa quietud, esa cortesía, esa aparente vulnerabilidad que había mostrado al confesa