32. Líneas en la arena
Alessandro
Mis nudillos aún dolían por la fuerza con que había apretado los puños al ver a Valentino devorarle la boca a Roxana en aquel pasillo.
Y aunque ahora caminaba hacia la sala de juntas donde firmaría mi victoria empresarial, sentía el deseo irrefrenable de volver sobre mis pasos y golpearlo.
Pero había esperado una década para este momento, para demostrar mi valía. Y a pesar de ello, el sabor del triunfo se había vuelto ceniza. Porque la mujer que ocupaba mis pensamientos estaba casada con mi hermano.
—¿Estás bien? —preguntó Mateo, que caminaba a mi lado—. Pareces distraído.
—Perfecto —mentí, ajustando mi corbata.
Empujé las puertas de cristal de la sala de juntas y encontré a mi padre presidiendo la mesa, con documentos alineados con precisión militar sobre la superficie de caoba.
—Puntuales —aprobó mi padre, consultando su reloj—. Comencemos.
—Alessandro, Mateo —nos saludó con cordialidad genuina—. Bienvenidos a casa.
Casa. La palabra me atravesó con ironía y nostalgia. Año