24. Evidencias
—Rox, no tienes que hacerlo ahora.
El sol de la mañana me lastimó los ojos cuando salí del apartamento de Lucía. Llevaba la misma ropa de ayer, pero no me importó.
—Tengo que sacar sus cosas de mi casa, Lu —respondí, con la voz ronca por el llanto de anoche.
Me ajusté el cabello y miré el taxi. No quería procesar. No quería sentir. Solo quería actuar.
Lucía suspiró, ese suspiro profundo que reservaba para cuando sabía que estaba perdiendo una batalla antes de empezar a pelearla.
—De acuerdo. Pero no vas sola.
No protesté. La verdad es que la necesitaba conmigo.
—¿No crees que habría sido mejor que te quedaras conmigo unos días?
—Es mi casa —murmuré, más para mí misma que para Lucía—. No voy a esconderme.
El taxi nos dejó frente a mi casa media hora después. Pero sentí una punzada extraña en el pecho.
No era dolor, sino la sensación de estar viendo algo familiar desde una perspectiva nueva. Como si mi hogar por una década se hubiera transformado durante la noche en territorio enemigo.