La noche cayó sobre la aldea, no como un manto de descanso, sino como un velo para el complot. No hubo reunión del consejo. Las decisiones ahora se tomaban en las sombras, en susurros, bajo la única autoridad de Nayra.
Eligió a su equipo con una precisión quirúrgica. Veinte guerreros. No los más fuertes ni los más grandes, sino los más silenciosos. Hombres como Itzli, que habían nacido de la selva y podían moverse a través de ella sin perturbar una sola hoja. Eran los "fantasmas" de la tribu, los cazadores que traían carne sin que la presa supiera que estaba siendo acechada.
Mientras los guerreros preparaban sus armas, cubriendo sus cuerpos con barro oscuro para mezclarse con la noche, Nayra preparaba su propio arsenal. En su choza, molió casi todo lo que le quedaba del fragmento de mineral. Creó veinte "semillas de trueno", una para cada guerrero, y cuatro más grandes para ella. Estas últimas no estaban diseñadas solo para aturdir. Había incrustado en la arcilla pequeños y afilados t