El silencio era un enemigo más, denso y amenazador. Cada susurro del viento entre las hojas, cada llamada de un pájaro lejano, sonaba como el avance sigiloso de los Koo Yasi. La aldea se había convertido en una fortaleza silenciosa, sus habitantes agazapados tras la empalizada, con las lanzas en la mano y el corazón en la garganta.
Nayra estaba en un pequeño puesto de observación elevado que había mandado construir junto a la puerta principal, el único punto de entrada deliberadamente reforzado. Desde allí, tenía una vista clara de la selva y de sus defensas. A su lado, Itzli observaba el bosque con la intensidad de un jaguar, su rostro una máscara de piedra. Nayra le había entregado cinco de sus "semillas de trueno", explicándole su uso con una precisión escalofriante.
"Son la voz de mi Padre", le había dicho. "No matarán a muchos, pero romperán su espíritu. Úsalas solo cuando estén agrupados. Solo cuando te dé la señal".
La primera señal del enemigo no fue un grito de guerra, sino u