Permanecemos largo tiempo así, abrazados y felices, escuchando el canto de los pájaros, el murmullo del agua al caer y observando cómo el sol se esconde en el horizonte. La paz es realmente única. Cristal y yo no queremos romper la magia que nos rodea, pero la noche comienza a caer y no he armado nuestro campamento.
—Suéltame, cielo, tengo que armar la tienda —trato de deslizarme de sus brazos, que, al darse cuenta de lo que quiero, me suelta. —Te ayudaré —dice y se pone de pie, pero me apresuro a detenerla. —No, tranquila, yo me encargo —le digo mientras me sacudo los restos de hierba que se han adherido a mi ropa. Cristal frunce el ceño, pero no insiste; sabe que una discusión ahora solo quebrantaría el ambiente pacífico que nos abraza. Recojo la mochila y busco entre los bolsillos el par de clavos olvidados que podrían as