El silencio entre ellos fue cortado por el grito de Guido, incapaz de contener su frustración.
—¡Tenías que habérmelo dicho, Cecil! —exclamó, sus ojos ardiendo con una mezcla de furia y dolor—. ¿Y papá también lo sabe? Cecil negó con la cabeza y comenzó a frotarse las manos, como si buscara consuelo en un gesto inútil. —No, tu papá no sabe nada. Tu mamá nos prometió que no se lo diría a él —contestó Cecil—. Se asombró cuando mis padres le pidieron irse de la casa. Hasta le dio una tremenda cantidad de dinero para que compráramos una casa y montáramos un pequeño negocio. Guido se puso de pie nuevamente, caminando de un lado a otro como una bestia enjaulada. Una ola de recuerdos lo golpeó de inmediato: las veces que su madre había manipulado sit