Capítulo 4
—Diego, ya estás casado con Marina. Tienen un hijo. Tienes que aceptarlo —dijo mi suegra, seria—. Ve a buscar a Marina, pídele perdón como corresponde. Yo me encargo de Eva. Todo lo que dijo fue por un momento de inestabilidad emocional.

Así, mi suegra cerró el tema.

—Marina sigue siendo tu esposa. Ni sabes en qué estado está ahora. No deberías estar aquí. Ve por ella —agregó, mirándolos a ambos con desprecio.

Yo escuchaba todo, con el corazón temblando. ¿Así que solo yo no sabía nada? ¿Solo yo era la tonta en esta romántica historia? Diego y Eva... esa relación enfermiza y asquerosa, todo el mundo lo sabía, menos yo. Y encima... pensaban seguir ocultándomelo.

Miré esos rostros tan familiares y al mismo tiempo tan extraños, y me dio un asco tremendo. Si no hubiera muerto, ¿quizás habría seguido engañada toda la vida?

—Mamá, le voy a pedir perdón a Marina, claro que sí. Pero ahora lo más urgente es Eva. Ya encontraron a Marina, está bien. Está en casa de sus padres y no quiere verme. Cuando Eva esté mejor, voy por ella.

—¡Diego, no puedes ser así! ¡Tienes que ir ahora mismo! —le gritó a todo pulmón mi suegra, sin saber que yo... ya estaba muerta. Ellos seguían creyendo que estaba viva.

—Mamá, ya lo dije. Ahora no puedo ir. No quiero dejar a Eva sola. Si quiere, le hago una videollamada a Marina, ¿qué te parece?

Diego, con cara de fastidio, me llamó.

Siete años de matrimonio, y casi nunca me llamó por videollamada. Siempre era yo la que ansiosa lo buscaba. Jamás imaginé que la muerte sería lo único que lo haría llamarme.

—Está embarazada y vivió un terremoto. ¿Y si le pasó algo? —dijo mi suegra, preocupada.

La llamada al instante se conectó. Y sí, la mujer que apareció en la pantalla... era yo. O al menos, alguien con mi misma cara.

Abrí los ojos como platos. Me quedé mirando la imagen por varios segundos, hasta que me di cuenta: no era yo. Parecía yo... pero no lo era.

—Marina, mamá está preocupada. Basta ya de tus dramas. Vuelve a casa y olvida lo que dijiste.

Diego giró el celular para que mi suegra viera la imagen. No le dio ni chance a la mujer en el video de hablar. Cortó la llamada de un golpe.

—Está bien. No le pasó nada. Lo de siempre. Si la ignoramos por unos días, se le pasará el berrinche.

Escuchaba esas palabras salir de la boca del hombre con el que compartí tantos momentos, y me dolieron profundamente. No había ni una pizca de cariño en ellas, solo pura crueldad.

Y el corazón... me temblaba.

Mi marido, el hombre con el que compartía mi cama... ni siquiera podía reconocerme en una pantalla. Con Eva, todo era cariño, dulzura y, atención. A mí... ni un poco de afecto.

Si Eva tosía o hacía mala cara, él se volvía loco por la preocupación.

Una noche, hubo una tormenta con rayos y truenos. Eva lo llamó desconsolada llorando, diciendo que tenía miedo. Esa noche con todo el descaro del mundo, Diego me dejó en casa con fiebre alta y se fue con ella. Pasó toda la noche a su lado.

Al día siguiente, cuando la fiebre me bajó un poco, discutí con él. Estaba dolida, furiosa.

¿Y él? Tan tranquilo, sin una pizca de culpa, solo me dijo:

—Estás exagerando.

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