La habitación del hospital estaba en silencio, interrumpido solo por el pitido rítmico del monitor y el murmullo lejano de pasos en el pasillo. Afuera llovía. Una lluvia suave, persistente, que empañaba la ventana y convertía el mundo exterior en un borrón gris.
Emma estaba recostada, con una mano sobre el vientre y la otra aferrada a la sábana. Sentía el cuerpo agotado, pero la mente despierta, demasiado despierta. Alejandro estaba sentado frente a ella, no en la silla incómoda esta vez, sino en el borde de la cama, inclinado hacia adelante, como si temiera que la distancia —aunque mínima— pudiera romper algo más.
No se estaban tocando.
Y eso, para ambos, era lo más doloroso.
—No quiero pelear —dijo Emma al fin, con la voz baja, quebrada por el cansancio—. No tengo fuerzas para eso.
Alejandro alzó la mirada. Sus ojos estaban enrojecidos. No de rabia. De miedo.
—Yo tampoco —respondió—. No vine a defenderme. Vine a… decir la verdad. Aunque duela.
Emma asintió lentamente. Tragó saliva.