Emma volvió a casa sola al caer la tarde.
El taxi se alejó despacio, como si incluso el conductor hubiese entendido que aquel no era un momento para prisas. Emma se quedó de pie unos segundos frente a la puerta, con una mano apoyada en la baranda y la otra sobre su vientre, respirando con cuidado, como le habían indicado los médicos. Cada inhalación era un recordatorio: debía calmarse. Debía cuidarse. Debía pensar.
La casa estaba en silencio.
Un silencio distinto al de otras veces. No era la ausencia de ruido; era la ausencia de algo más profundo. De presencia. De certeza.
Empujó la puerta y entró.
El olor era el mismo de siempre: jabón neutro, madera, un leve rastro de café viejo. Pero esa noche, todo parecía más grande. El pasillo más largo. La sala más vacía. El eco de sus pasos más evidente.
Emma dejó el bolso sobre la mesa y se quitó el abrigo con lentitud. Cada movimiento estaba medido, no solo por el embarazo, sino por el cansancio emocional que se le había instalado en los hue