El hospital nunca dormía del todo.
Siempre había un zumbido lejano, pasos amortiguados, luces que no se apagaban por completo. Emma llevaba horas despierta, mirando el reflejo borroso de la ventana, escuchando su propia respiración mezclarse con el pitido intermitente del monitor.
Observación.
Esa palabra se le había clavado en el pecho como algo pequeño pero peligroso.
No era una emergencia —habían dicho—, pero tampoco podían enviarla a casa. Su embarazo seguía siendo frágil, inestable, exigente. Reposo absoluto. Vigilancia constante. Cero sobresaltos emocionales.
Cero sobresaltos emocionales.
Emma cerró los ojos con amargura.
Si tan solo fuera tan fácil.
Había llamado a Alejandro horas antes, cuando el médico salió de la habitación con el ceño fruncido y esa voz que intenta sonar tranquila. Él no contestó al primer intento. Ni al segundo. Cuando por fin escuchó su voz al otro lado, cansada, rota por el desfase horario y el trabajo acumulado, ya era demasiado tarde para no estar a