El día había pasado lento, como si las montañas quisieran protegerlos de la vorágine que reinaba en la ciudad. Pero en la cabaña no había paz. Había cansancio, heridas aún abiertas y un miedo que se filtraba por cada rendija.
La tarde se volvió noche sin que nadie lo notara. Mateo había encendido las lámparas de aceite, y Clara, recostada en un sillón, luchaba contra el sueño, todavía adolorida por lo vivido en el secuestro. Emma había ayudado a Lucía a vendarse el brazo de nuevo; la herida había dejado de sangrar, pero la fiebre amenazaba con instalarse.
Lucía estaba pálida, sus labios secos, sus ojos cargados de un brillo extraño: no era solo cansancio, era el peso de años de silencios y de secretos. Emma lo notó desde el principio. La forma en que Lucía la miraba, como si quisiera decir algo y no pudiera.
Alejandro no se había despegado de su hermana. La observaba como quien teme que al pestañear, desaparezca otra vez. Su amor por Emma era el centro de su vida, pero la sola presenc