La cabaña estaba sumida en un silencio extraño, casi reverencial. Afuera, el viento de la montaña golpeaba las ventanas con ráfagas heladas, arrastrando consigo el ulular de los pinos. Dentro, sin embargo, el aire era cálido, denso, cargado de emociones que parecían demasiado grandes para las paredes de madera que los contenían.
Emma estaba sentada en un sillón, con las piernas recogidas y una manta cubriéndola. El fuego de la chimenea iluminaba su rostro, resaltando sus ojos húmedos, aún marcados por las lágrimas derramadas durante la huida. Sus manos temblaban, no solo por el frío, sino por la carga emocional que la había acompañado desde la emboscada.
Alejandro la observaba desde la otra esquina de la sala, en silencio, con el hombro vendado. La herida no era mortal, pero cada movimiento le recordaba la fragilidad de su cuerpo. Y sin embargo, lo que más le dolía no era la carne desgarrada, sino la expresión de Emma: ese gesto de miedo, de dolor, de amor herido que le partía el alma