El motor de la camioneta rugía como un animal herido mientras Mateo apretaba el volante con una ferocidad casi antinatural. El asfalto pasaba bajo las ruedas como un río negro, y cada curva parecía un precipicio al que podían caer si no mantenían la velocidad. El retrovisor vibraba por los disparos que todavía resonaban a lo lejos, cada eco un recordatorio de lo cerca que habían estado de morir.
Emma estaba en el asiento trasero, con Alejandro recostado sobre sus piernas. La camisa de él estaba empapada de sangre, y sus manos temblaban mientras presionaba con todas sus fuerzas un trozo de tela improvisado contra la herida de su hombro. El rostro de Alejandro estaba pálido, su respiración entrecortada, pero sus ojos permanecían abiertos, aferrados a ella como a un ancla.
—Resiste, por favor —susurraba Emma una y otra vez, su voz quebrada por las lágrimas—. No puedes dejarme, Alejandro. No ahora.
Él intentó sonreír, una sonrisa débil, torcida, pero cargada de esa calidez que la mantenía