El aire de la cabaña se había vuelto espeso, como si cada respiración fuera una advertencia. La tensión se mezclaba con el olor a madera húmeda y a café frío, impregnando cada rincón. Alejandro se mantenía de pie junto a la ventana, los músculos tensos, como un soldado en guardia permanente. Emma lo observaba desde la mesa, con la barbilla apoyada en la palma de la mano. Sabía que él intentaba mostrarse fuerte, pero podía leer en sus ojos la tormenta que lo desgarraba por dentro.
Ella se levantó en silencio y se acercó a él, posando suavemente su mano sobre su brazo.
—Alejandro… —murmuró—. No puedes cargar todo tú solo.
Él giró hacia ella, sus ojos oscuros brillando con un cansancio profundo.
—No se trata solo de cargar, Emma. Se trata de protegerlos. A ti, a Lucía, a Clara, a Mateo… Si algo me pasa, quiero que al menos ustedes tengan la oportunidad de sobrevivir.
Emma negó con la cabeza, con lágrimas amenazando.
—No. No quiero sobrevivir sin ti. —Lo abrazó con fuerza, hundiendo el ro