El chirrido de la puerta metálica retumbó en el pasillo como un rugido grave. Alejandro la empujó lentamente, cuidando que el sonido no alertara a nadie. La bisagra oxidada respondió con resistencia, hasta que por fin cedió. Detrás, el aire cambió: más frío, más cargado, como si cada molécula estuviera impregnada de secretos guardados demasiado tiempo.
Emma lo siguió con el corazón acelerado, su mano firmemente aferrada a la de él. Sentía que si lo soltaba, aunque fuera un segundo, lo perdería en aquel laberinto de sombras. Mateo iba unos pasos delante, el arma en alto, mientras Clara cerraba la marcha. Todo estaba en penumbra: pasillos largos, bombillas parpadeantes y el eco lejano de voces masculinas que se confundían con el zumbido de los generadores.
—No se separen —susurró Alejandro, con voz baja pero firme.
Emma asintió, aunque el nudo en su garganta apenas le dejaba respirar. No sabía si era el miedo de lo que podían encontrar o la ansiedad de que la verdad estaba al alcance de