La noche pesaba como una losa sobre el apartamento. Afuera, el tráfico del centro de la ciudad seguía su curso con indiferencia, pero dentro, cada alma estaba atrapada en un torbellino de ansiedad. El silencio, interrumpido apenas por el zumbido del refrigerador y el tic-tac del reloj, resultaba insoportable.
Mateo caminaba de un extremo a otro, como un animal enjaulado. Sus manos temblaban, sus ojos enrojecidos no habían dejado de derramar lágrimas desde que Clara fue arrastrada por aquellos hombres. Su voz, áspera de tanto gritar, se quebró al hablar:
—No puedo esperar más, Alejandro. ¡Ella está allá afuera! ¿Qué tal si ya…? —se mordió el labio, incapaz de pronunciar la palabra que lo aterraba—. ¿Qué tal si no resiste?
Alejandro lo detuvo con un gesto firme. Su rostro estaba endurecido, pero no ocultaba el cansancio ni el dolor.
—Escúchame, Mateo. Lo que más quiere Salvatierra es vernos actuar con la cabeza caliente. Eso nos convierte en blancos fáciles. —Lo sujetó de los hombros, o