La carretera se extendía como una serpiente interminable bajo el cielo nocturno. El motor del coche rugía con un ritmo irregular, como si compartiera la urgencia y el miedo de quienes viajaban en su interior. Dentro, el aire estaba cargado de pólvora, sudor y silencio.
Emma se apoyaba contra el pecho de Alejandro en el asiento trasero. Sus ojos, semicerrados por el cansancio y el dolor de la herida, se aferraban al sonido constante de sus latidos, como si ese compás pudiera anclarla a la vida. Alejandro, por su parte, no dejaba de mirarla, una mano firme sosteniendo la suya, la otra acariciando suavemente su rostro como si quisiera borrar todo rastro del terror que habían vivido.
Mateo, desde el asiento del copiloto, mantenía los ojos fijos en la carretera, la mandíbula tensa. Cada tanto giraba la cabeza hacia el retrovisor, atento a cualquier señal de persecución. Y detrás de él, sentada en la esquina, estaba Isabela, en silencio, con el rostro oculto entre sombras.
El motor del coch