El día amaneció gris en la ciudad donde Emma y Mateo se refugiaban. A través de la ventana del pequeño apartamento, Emma observaba cómo la lluvia caía con persistencia, golpeando los vidrios con un sonido rítmico y monótono. Había pasado una semana desde que había dejado el castillo y aún no lograba dormir sin sobresaltarse. Cada noche, al cerrar los ojos, revivía la persecución, los gritos, el accidente de Alejandro. Y cada mañana despertaba con la misma pregunta martillándole en el pecho:
¿Cómo estará él?
Mateo, sentado frente a una mesa repleta de carpetas, periódicos y documentos, levantó la vista y la estudió en silencio. Veía la tensión en sus hombros, el modo en que sus manos jugaban con el borde del vaso de agua, como si necesitara aferrarse a algo para no venirse abajo.
—Sigues pensando en él —dijo con calma, rompiendo el silencio.
Emma lo miró con los ojos húmedos.
—No puedo evitarlo. Lo último que recuerdo es verlo tirado en el suelo, sangrando, y después… —se interrumpió,