El pitido constante de una máquina fue lo primero que Alejandro escuchó cuando abrió los ojos. Un techo blanco, demasiado brillante, lo recibió como si le devolviera a un mundo que no reconocía. El olor penetrante a desinfectante le quemaba las fosas nasales, y el leve dolor en sus costillas le recordó que estaba vivo, aunque no sabía muy bien por qué.
Intentó incorporarse, pero un tirón en el pecho lo obligó a quedarse quieto. La confusión era tan espesa como la neblina que cubría un amanecer de invierno. Parpadeó, buscando respuestas en los rincones de aquella habitación de hospital.
—Alejandro…
La voz dulce, cargada de dramatismo, le hizo girar el rostro hacia la puerta. Allí estaba Isabela, con un vestido claro y un abrigo que dejaba entrever que había pasado la noche en vela. Sus ojos enrojecidos, perfectamente calculados, lo miraban con una mezcla de ternura y angustia.
—Gracias a Dios despertaste —susurró, acercándose apresurada para tomarle la mano.
Él la miró sin comprender.