El camino de regreso al castillo se le hizo eterno a Emma. El taxi avanzaba entre las luces amarillentas de la ciudad, y cada kilómetro que lo acercaba al lugar que comenzaba a sentir como un hogar se convertía en una mezcla de consuelo y despedida. El recuerdo de Alejandro en aquella cama de hospital, sin reconocerla, seguía clavado en su pecho como un hierro ardiente.
Se mordió el labio hasta hacerlo sangrar, conteniendo las lágrimas. No es un adiós definitivo, se repitió una y otra vez, aunque sabía en lo más hondo que sí lo era, al menos por un tiempo. No podía quedarse. No mientras Isabela rondara con sus planes oscuros. No mientras Alejandro fuera un blanco tan vulnerable.
Cuando el taxi se detuvo frente a los portones de hierro, Emma pagó al conductor y permaneció unos segundos inmóvil, mirando la silueta imponente del castillo recortada contra el cielo nublado. Ese lugar había pasado de ser una prisión de paredes frías a un refugio donde había descubierto la calidez del afecto