El traqueteo del coche se mezclaba con los pensamientos de Emma. Habían dejado atrás la ciudad hacía ya más de una hora, internándose en carreteras secundarias que se extendían como venas olvidadas entre colinas y caseríos. A través de la ventana, los árboles pasaban veloces, sus copas agitadas por el viento como si quisieran darle alcance. Emma abrazaba contra el pecho la carpeta que había logrado llevarse de la oficina de Alejandro: papeles, fotografías, pruebas de las transacciones oscuras del orfanato La Trinidad. Aquello era lo último que le quedaba de él… además de los recuerdos.
El hombre que conducía no era un extraño. Mateo. Amigo de Clara y, según había confesado la mujer en un susurro antes de dejarla partir, también uno de los aliados más cercanos de Alejandro. Lo había visto una vez en el castillo, apenas de paso, hablando con Alejandro a puerta cerrada. En aquel entonces Emma no le prestó demasiada atención, pero ahora… ahora él era su único refugio.
Mateo era un hombre