Italia los recibió con un viento cálido que arrastraba olor a pan recién horneado, a limón y a mar. No era un país silencioso, pero tenía una calma distinta, una alegría natural que se sentía incluso al caminar entre desconocidos. Emma se quedó mirando todo desde la ventana del taxi que los llevaba desde el aeropuerto hasta la ciudad costera que habían elegido para explorar.
Calles empedradas.
Edificios color crema con balcones llenos de flores.
Señoras conversando desde una ventana a otra.
Pequeñas tiendas donde la gente se saludaba por nombre.
Nada de lujos exagerados.
Nada de cámaras.
Nada de sombras.
Solo vida.
Alejandro tomó su mano mientras ella miraba el paisaje con los ojos brillantes.
—¿Qué piensas? —le preguntó, rozándole los nudillos con el pulgar.
Emma apoyó la cabeza en su hombro.
—Que hace mucho no sentía algo tan… bonito —respondió—. Es como si este lugar respirara tranquilidad.
Sofía, sentada del otro lado, apretó su osito contra el pecho.
—Huele rico —dijo, pegando la