El último día en el castillo no se sentía como una despedida triste, sino como el final natural de un camino demasiado largo. Por primera vez, Emma y Alejandro caminaban por los pasillos sin tensión, sin miedo, sin mirar sobre el hombro. Todo estaba en orden. Todo estaba claro. Todo estaba decidido.
La mañana era luminosa. La luz entraba por los ventanales y hacía brillar el mármol del hall como si hubiera sido pulido solo para ellos. Sofía caminaba entre ambos, sosteniendo sus manos, pero su mirada tenía ese brillo inquieto que Emma ya reconocía: el miedo a perder algo que recién había ganado.
Alejandro sostenía una carpeta delgada, la última de todo su mundo financiero. La última pieza de los negocios Blackwood que seguía bajo su nombre.
—¿Listo? —preguntó Emma, observando cómo él respiraba hondo antes de abrirla.
Alejandro no respondió de inmediato. Caminó hasta la mesa de la entrada, dejó la carpeta encima y, con un bolígrafo, estampó su firma con un trazo firme. Fue un gesto senc