La carretera hacia la costa serpenteaba entre montañas verdes y un cielo tan limpio que parecía recién pintado. El sol de la mañana entraba por las ventanas del carro, y Sofía, sentada en el asiento trasero con un peluche nuevo entre los brazos, miraba todo con los ojos muy abiertos, como si estuviera descubriendo un mundo que nunca sospechó que existía.
Emma volteaba cada tanto para verla, incapaz de evitar sonreír. Había algo mágico en esa mezcla de timidez y emoción que la niña llevaba consigo. Cada árbol, cada curva, cada rayo de sol la sorprendía. Cada tanto señalaba algo con el dedo, sin decir nada, solo esperando que Emma también lo viera.
Alejandro conducía tranquilo, una mano en el volante y la otra buscando la de Emma cada vez que podía. Y cuando sus dedos se encontraban, Emma sentía ese pequeño chispazo que siempre la recorría desde el primer día: la certeza de que, sin importar el lugar, mientras él estuviera allí, todo estaría bien.
—¿Cuánto falta? —preguntó Sofía con voz