El edificio de familia y menores siempre le había parecido frío, casi hostil, con sus pasillos grises y su olor a papeles antiguos. Pero aquella mañana, mientras Emma caminaba tomada de la mano de Sofía, algo era distinto. Quizá era la luz que entraba por los ventanales. O quizá era que, por primera vez en mucho tiempo, no tenía miedo de lo que pudiera pasar allí dentro.
Alejandro caminaba a su lado, impecable en una camisa blanca y un saco ligero. No por formalidad, sino porque él siempre buscaba transmitir seguridad. Cada tanto miraba a Emma como si quisiera memorizarla, como si ese día fuera tan importante para él como para ella.
Y lo era.
Sofía iba entre ambos, sosteniendo sus manos con tanta fuerza que sus dedos parecían temblar. Se notaba nerviosa, con el labio inferior atrapado entre los dientes y los ojos grandes, atentos a todo. Emma se inclinó hacia ella y le acarició la mejilla.
—Mi amor, ¿estás bien? —susurró.
Sofía asintió apenas.
—¿Seguro? —insistió Emma—. Si quieres que