La mañana había amanecido extrañamente tranquila, como si todo el peso de los últimos meses estuviera a punto de romperse de una vez. Emma Ríos lo sintió apenas salió al pasillo de Casa Esperanza: un silencio distinto, una calma que no había sentido desde antes del incendio, antes de las persecuciones, antes de que la falsa tía de Sofía apareciera con su sonrisa venenosa.
Alejandro estaba sentado en el comedor, revisando unos documentos con expresión grave, aunque apenas la vio, su rostro se suavizó. Ese gesto seguía siendo su refugio. Siguiera el mundo ardiendo, él siempre la miraba como si fuera lo único que importaba.
—Ven —le dijo, extendiendo una mano.
Emma se acercó y él la jaló suavemente hacia su regazo. No había palabras de por medio, solo la necesidad de tenerla allí, de recordarse que estaban juntos, que seguían vivos.
—Hoy terminamos con esto —murmuró él contra su frente—. Te lo prometo.
Emma cerró los ojos. No sabía exactamente cómo, pero confiaba en él. Después de todo l