El edificio olía a café recién hecho y a madera vieja. En las paredes del consultorio, los cuadros eran sencillos: paisajes sin rostros, horizontes abiertos. Emma los observaba mientras esperaba su turno, las manos entrelazadas sobre las rodillas, el corazón latiendo con ese ritmo irregular que solo aparece antes de una conversación que puede cambiarlo todo.
Alejandro estaba sentado a su lado, con la paciencia de quien sabe que no puede hacer mucho más que estar presente.
—¿Segura de que no quieres que entre contigo? —preguntó por tercera vez.
Emma negó con una sonrisa.
—Necesito hacerlo sola. Pero quiero que te quedes cerca.
—Siempre lo estaré —dijo él, apretando suavemente su mano.
Cuando la puerta se abrió y la psicóloga la llamó por su nombre, Emma sintió que el aire se volvía más denso. Se levantó despacio, como si cada paso hacia esa habitación fuese una declaración de guerra contra sus propios fantasmas.
El consultorio era luminoso, con una gran ventana que dejaba entrar la bri