El murmullo de los periodistas llenaba el aire como un enjambre. Frente a la puerta principal del tribunal internacional, decenas de cámaras esperaban una declaración que aún no había sido escrita. Emma observaba el caos desde el coche, los vidrios polarizados apenas contenían la presión exterior. Alejandro, a su lado, mantenía la compostura de siempre, aunque la tensión en su mandíbula lo delataba.
Lucía hablaba por teléfono en el asiento trasero, intentando coordinar las declaraciones legales sobre la reapertura del caso La Trinidad. Pero Emma apenas escuchaba. Su mirada estaba fija en una mujer que avanzaba entre los reporteros, con paso decidido y una elegancia que imponía respeto.
Cabello oscuro, traje gris, gafas de sol y una carpeta bajo el brazo.
La reconoció antes de oír su nombre.
—Alejandro Blackwood —dijo la mujer cuando los guardias la detuvieron frente al auto—. Dile que necesito cinco minutos.
El tono era firme, seguro, y llevaba implícita la costumbre de ser obedecida.