El cielo estaba encapotado, como si la tormenta de los días anteriores aún se resistiera a marcharse. El coche cruzó lentamente la verja principal, levantando pequeñas salpicaduras de barro. Daniel dormía en el asiento trasero, su respiración más regular ahora que la fiebre cedía, aunque sus mejillas seguían enrojecidas. Emma no apartaba la mano de la suya, como si su contacto pudiera impedir que el mal regresara.
Alejandro conducía sin pronunciar palabra. Cada tanto, sus ojos se desviaban hacia el espejo retrovisor, y lo que veía no era solo a Daniel descansando, sino a Emma con la cabeza ligeramente inclinada, cuidándolo como si fuera suyo. Una imagen que, por más que intentara, no lograba borrar de su mente.
Cuando el vehículo se detuvo frente a la entrada principal del castillo, una figura femenina emergió desde lo alto de las escalinatas. Su presencia era como un golpe de luz en medio del gris del día. Vestía un abrigo marfil ceñido a la cintura, que resaltaba su figura alta y el