Capítulo 14

El cielo estaba encapotado, como si la tormenta de los días anteriores aún se resistiera a marcharse. El coche cruzó lentamente la verja principal, levantando pequeñas salpicaduras de barro. Daniel dormía en el asiento trasero, su respiración más regular ahora que la fiebre cedía, aunque sus mejillas seguían enrojecidas. Emma no apartaba la mano de la suya, como si su contacto pudiera impedir que el mal regresara.

Alejandro conducía sin pronunciar palabra. Cada tanto, sus ojos se desviaban hacia el espejo retrovisor, y lo que veía no era solo a Daniel descansando, sino a Emma con la cabeza ligeramente inclinada, cuidándolo como si fuera suyo. Una imagen que, por más que intentara, no lograba borrar de su mente.

Cuando el vehículo se detuvo frente a la entrada principal del castillo, una figura femenina emergió desde lo alto de las escalinatas. Su presencia era como un golpe de luz en medio del gris del día. Vestía un abrigo marfil ceñido a la cintura, que resaltaba su figura alta y elegante. Su cabello, de un rubio dorado perfectamente recogido en un moño bajo, no tenía un solo mechón fuera de lugar. Los labios, pintados de un rojo discreto, dibujaban una sonrisa impecable… demasiado impecable.

—Alejandro… —saludó con voz suave, cargada de familiaridad.

Emma notó cómo el cuerpo de Alejandro se tensó antes de bajar del coche.—Isabela.

Ella descendió los escalones con pasos calculados, dejando que el taconeo resonara en el aire frío. Sus ojos, de un verde claro casi felino, se posaron primero sobre Daniel y luego sobre Emma, evaluándola con un escrutinio que parecía medir hasta la forma en que respiraba.

—Veo que tu sobrino está mejor —dijo inclinándose un poco hacia Daniel, rozándole el cabello con la punta de los dedos. El niño, incluso dormido, se movió incómodo y apartó la cabeza.

Emma captó ese gesto y sintió una chispa de alivio.

—Gracias por tu… dedicación —continuó Isabela, esta vez mirando directamente a Emma con una sonrisa cargada de subtexto—. Alejandro siempre ha sabido rodearse de personas… útiles.

—Solo hago mi trabajo —respondió Emma con serenidad, aunque por dentro la incomodidad le tensaba el estómago.

Isabela ladeó la cabeza como si evaluara una pieza de arte, luego volvió a centrar su atención en Alejandro.

—Tenemos mucho de qué hablar.

Alejandro, sin inmutarse, le indicó a Emma que subiera con Daniel. Mientras ella subía las escaleras, no pudo evitar girar un poco la cabeza: Isabela estaba muy cerca de Alejandro, hablándole al oído con un tono confidencial que no alcanzaba a oír, pero que claramente no le gustaba.

Minutos más tarde, en el salón privado del ala oeste, Isabela sostenía una copa de vino que giraba lentamente entre sus dedos.

—No me lo tomes a mal, Alejandro… pero esa chica —sus labios formaron una sonrisa fina— no encaja aquí.

Alejandro no respondió. Se limitó a tomar un sorbo de whisky y apartar la vista hacia la ventana.

Isabela se acercó, dejando su copa sobre una mesita de cristal.

—Voy a necesitar que alguien la investigue —dijo, como si hablara de un asunto trivial—. No me gustan las personas que aparecen de la nada, y menos si logran quedarse en este lugar.

Sin esperar respuesta, sacó su teléfono y marcó un número.

—Quiero un informe completo de una tal Emma Ríos. Vive en el castillo de Alejandro. No omitan nada… y quiero resultados pronto.

Al colgar, se volvió hacia Alejandro con una sonrisa impecable.

—Me agradecerás cuando sepas quién es en realidad.

En otra parte del castillo, Emma estaba junto a la cama de Daniel, pero no lograba concentrarse en su lectura. Las palabras de Isabela, aunque no las había escuchado, se le habían quedado grabadas en la mirada con la que la había observado: una advertencia silenciosa. Y aunque no lo sabía aún, desde ese momento su pasado había empezado a ser desenterrado.

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