La madrugada olía a humedad y ceniza.
Apenas amanecía, y el cielo todavía estaba gris, como si la noche se resistiera a irse.
Emma no había dormido.
Seguía viendo la marca del disparo en el cristal de la ventana, el agujero diminuto que había dejado su reflejo partido. Alejandro patrullaba el perímetro con un arma corta en la mano; Lucía, desde la sala, revisaba llamadas de la fiscalía.
—No hubo reportes de actividad en el área —dijo Lucía, sin apartar la vista de la pantalla—. Nadie escuchó nada.
Alejandro se acercó.
—El tiro vino de las colinas. No fue al azar. Alguien nos estudió.
Emma se cruzó de brazos, mirando hacia el bosque que comenzaba a aclararse con la luz del amanecer.
—Tiene que ser él —susurró—. Elías.
Lucía levantó la cabeza.
—Está desaparecido desde hace semanas.
—No —corrigió Emma—. Está esperando. Él no se esconde, Lucía. Acecha.
El silencio que siguió pesó como plomo.
Solo se oía el crujido del fuego en la chimenea y el tic tac de un reloj.
Alejandro caminó hasta e