La oficina improvisada en la que Lucía y Rodrigo se habían refugiado parecía más un archivo olvidado que un centro de operaciones capaz de desafiar a un imperio político. Polvo en los estantes, carpetas amontonadas de décadas pasadas, máquinas de escribir que ya nadie usaba. Sin embargo, ese entorno gris y descuidado era el único lugar donde podían trabajar sin que los ojos de Arturo Salvatierra los vigilaran. Allí, en el silencio roto apenas por el zumbido de una lámpara fluorescente, se jugaba el destino de todo lo que habían sufrido.
Rodrigo extendió sobre la mesa metálica una pila de documentos. Los dedos le temblaban ligeramente, aunque su voz se mantenía firme.
—Aquí está la ruta del dinero —murmuró, separando con cuidado cada página—. Transferencias entre fundaciones fantasma, cuentas offshore y empresas de fachada. Todo con el mismo origen: la Fundación Santillán.
Lucía lo observaba con atención, apoyada en el respaldo de la silla. Su rostro, cansado por noches enteras sin dor