La madrugada había caído como un velo espeso sobre la ciudad. Afuera, el murmullo de los autos y el eco de algún ladrido lejano parecían ecos de un mundo distante, uno en el que la gente dormía sin saber que, en un apartamento anónimo de las afueras, varias vidas pendían de un hilo invisible.
Emma no lograba conciliar el sueño. Había pasado horas mirando el techo, con el cuerpo exhausto pero la mente enredada en pensamientos imposibles de silenciar. Se levantó al fin, caminando descalza hasta la ventana, donde la luz anaranjada de los faroles dibujaba un resplandor tenue sobre su piel. Abrazó sus rodillas, apoyando la frente en ellas, y dejó que un suspiro se le escapara.
No quería volver al orfanato. Ni siquiera quería pronunciar esa palabra en voz alta. Ese lugar era una jaula de barrotes invisibles, una herida abierta que todavía sangraba en su memoria. Allí había aprendido a tener miedo, a ocultar su risa, a creer que no valía nada. Y ahora, al pensar que Don Martín la quería de r