Las damas entraban y salían y Martín seguía ahí parado, esperando. Más de una se lo quedó mirando como si fuera un pervertido. Quiso preguntarles si Verónica estaba adentro, pero no se animó. Hasta que una señora mayor entró y él estiró el cuello para echar un vistazo.
El gesto de la mujer lo apenó lo suficiente para que decidiera volver.
Entre la vajilla y los manteles, Verónica y Maximiliano se quedaron quietos y en silencio. Pero él no detenía sus manos ni su boca.
—¿Ya se fue? —preguntó ella en un suspiró que él le arrancó.
—No lo sé, no se escucha. ¿A quién le importa? —todavía tenía la cara hundida en