Kael
La bruma de la mañana aún cubría las colinas cuando dejé la casa de piedra.
El suelo bajo mis pies vibraba suavemente, cargado de los murmullos de la tierra, de sus llamados sordos que solo los míos podían oír. En el aire flotaba el olor acre del rocío, mezclado con el de la selva, más primitivo. Y en mis venas… el mismo fuego. El mismo vértigo. Como un escalofrío bajo la piel del mundo.
Ya no dormía. No realmente. Desde hacía días.
Mis noches estaban habitadas. Poseídas.
Siempre por el mismo sueño. O más bien, por el mismo rostro.
Una mujer.
Su mirada me quitaba el aliento. Sus ojos eran vastos como un cielo después de la tormenta, pero aún más peligrosos. Su olor, que no conocía, resonaba en mí como un recuerdo antiguo. Una quemadura dulce, obsesionante, dolorosa. Una obsesión que nada apaciguaba. Ni siquiera la caza. Ni siquiera las peleas. Ni siquiera la sangre.
Nunca le había hablado. No conocía su nombre.
Pero me atormentaba.
Y en las brumas de mis pesadillas, en los silencios después de las tormentas… me llamaba.
Sin palabras.
Sin gestos.
Pero la oía.
La noche pasada, fue diferente.
Esta vez, no había huido. No se había evaporado en la niebla de mi mente. No. Se había quedado. Suficiente tiempo para que la viera… para que la tocara.
Su cuerpo estaba envuelto de luz y sombra, sus caderas esbeltas cubiertas con un tejido que el viento de los sueños hacía vivo. Extendí la mano, y mis dedos se posaron en su piel desnuda, justo allí, en su cadera, en el lugar preciso donde la carne se convierte en susurro.
Y le había dicho.
Mi voz no era más que un susurro. Un rugido antiguo. Un instinto más que una palabra.
— Me perteneces.
Sus ojos se habían abierto de par en par. No había miedo. No aún. Más bien una mezcla de rabia y escalofrío. Como si, en esa palabra, hubiera reconocido una verdad más antigua que su propio nacimiento.
Luego había desaparecido.
Como siempre.
Me desperté jadeando, con los colmillos fuera, el cuerpo empapado en sudor, la cama marcada con rasguños. El olor a cenizas flotaba en la habitación, como si una tormenta de fuego me hubiera atravesado.
Bajé hasta el círculo de piedras, donde mi manada me esperaba. Mis hermanos ya estaban allí, arrodillados o apoyados en los troncos masivos de los hayas. La tensión flotaba en el aire como un olor a hierro.
— Te ves más agitado de lo habitual, gruñó Fenris, el más anciano, con los brazos cruzados sobre su pecho cicatrizado. ¿Te ha vuelto a pasar, esta noche?
No respondí. Ya lo sabía. Todos lo sabían. Aunque ninguno se atrevía a hablarlo en voz alta. Como si pronunciar su existencia le diera demasiado poder.
Había soñado con ella. De nuevo. Esta vez, más fuerte. Más… real.
Casi la había sostenido.
Y ese contacto, incluso en el sueño, había dejado una marca en mí. Como una mordida invisible. Una huella grabada en mi ser.
— Ella vuelve, murmuró una voz ronca a mi derecha. También lo sientes, ¿verdad?
Era Brynn, la más joven, pero también la más sensible a la magia antigua. Sus ojos, dorados como los de un felino, me miraban sin rodeos.
— Es más que eso, dije finalmente. No es solo un sueño. Está allí. En algún lugar de este mundo. Existe.
— ¿Y piensas que es ella? preguntó Fenris. ¿La Mujer-Memoria? ¿Aquella de la que hablaban los ancianos?
Asentí lentamente.
Aquella cuya alma se reencarna. Una y otra vez.
Aquella que busco desde hace siglos.
— No lo pienso. Lo sé.
Brynn cerró los ojos, extendió las manos hacia la tierra húmeda. Murmuró algunas palabras en la lengua antigua, un canto ronco y rítmico. Las hojas temblaron, la tierra pulsó bajo nuestros pies, y un escalofrío recorrió mi columna vertebral.
La magia de la manada.
Ella abrió los ojos de golpe.
— Ella también soñó contigo, susurró, casi incrédula.
Un trueno en mi pecho.
No respondí. No podía.
Porque en ese preciso instante, la sentí.
Un escalofrío, una onda ardiente que subió por mi columna vertebral. Una conexión fugaz. Una chispa. Como si su aliento hubiera rozado mi nuca.
Pensaba en mí.
Me rechazaba, pero su alma… vacilaba.
Caí de rodillas, el corazón desgarrado por esta verdad: tenía miedo.
No de mí.
Sino de lo que éramos juntos.
— Entonces es ella, murmuró Fenris. La Llave. El Vínculo. La Quemadura.
Cerré los ojos. Un recuerdo que no poseía se impuso en mí.
Manos en mi cabello. Lágrimas sobre una piel desnuda. Despedidas en un idioma que ya no hablo.
Una promesa rota por el tiempo.
Un amor maldito.
— ¿Cómo encontrarla? susurré.
— No necesitarás, respondió Brynn, extrañamente tranquila. Se encontrarán… un día. Cuando ella deje de luchar.
Pero el silencio que siguió fue más helador que todo.
Porque ninguno de nosotros dijo lo que todos pensaban:
Si ella no venía… acabaría por cazarla.
Incluso si eso significaba quemar el mundo entero.