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Capítulo 9: La corona de cenizas  

Kael  

He crecido sin madre.  

Ni siquiera una voz, ni siquiera una canción de cuna.  

Nada de ella me fue transmitido. Ni talismán, ni cartas. Ni un pañuelo impregnado de su perfume. Ni una foto, ni un mechón de cabello. Solo una ausencia. Un vacío tejido alrededor de mi cuna como un sudario invisible.  

Algunos niños crecen en el amor. Otros, en la indiferencia. Yo, he crecido en el silencio.  

Fue mi padre quien me crió.  

El Rey de las Tierras Grises. Frío, austero, construido de rocas y silencio. Un hombre cuya piel llevaba más cicatrices que arrugas, cuya palabra valía más que un decreto, precisamente porque la distribuía con parsimonia. Me enseñó a sobrevivir. A golpear. A calcular. Pero nunca me enseñó a amar.  

Nunca me mintió, no realmente. Pero me crió en el mito más que en la verdad. Me dijo que mi madre había muerto al darme a luz, y que su último aliento había sido para mí. Lo creí. ¿Qué podía hacer más? No había nadie más para decirme lo contrario.  

No hice preguntas hasta la edad en que uno comienza a comprender el peso de los ausentes.  

Él había dicho esas palabras sin mirarme, los ojos fijos en la llanura:  

— Ella te dio la vida. Y murió por eso. Es todo lo que necesitas saber.  

No una palabra más. No un temblor en la voz. Solo esta frase, tan afilada como una hoja fría en la garganta de un condenado.  

Pero lo acepté. Como se acepta una cicatriz que nunca se irá. Como una parte de carne que falta, un órgano arrancado al nacer, cuya ausencia, sin embargo, se sigue sintiendo.  

Subí al trono demasiado pronto.  

Él murió en plena luna, sin grito, sin lucha. Una agonia discreta, una caída sin gloria. Estuve a su lado, y vi sus ojos abrirse hacia un vacío más profundo que todos los reinos. No pronunció mi nombre. No una última palabra. Solo este silencio. Otra vez. Como un legado.  

Y entendí, en ese momento preciso, que la herencia no era un reino.  

Sino un abismo.  

Cuando me convertí en rey, era joven, apenas más que un lobezno recién despertado. Y aun así, ya conocía la guerra, el hambre, el fuego. Había sido formado para reinar en un mundo de caos. Pero no era eso lo que me habían dicho.  

Me habían prometido que un día, reinaría sobre los míos.  

Que un día, mi nombre sería aclamado en los clanes. Que traería la unidad entre las manadas dispersas, que la antigua magia renacería por mis manos. Me habían susurrado estas promesas al oído cuando aún era un niño con una mirada demasiado dura. Y las creí. Porque eso es lo que se hace, cuando no se tiene más.  

Pero los lobos no cantan para un rey.  

Aúllan.  

Muerden.  

Juzgan.  

Y prueban.  

Tomé la corona en sangre. No la de mi padre, sino la de los traidores que habían jurado su pérdida. Aquellos que habían visto en mí una falla, una debilidad, una oportunidad de apoderarse del poder. Los primeros días de mi reinado fueron un baño de sombras y huesos. No me ofrecieron nada. Todo fue arrancado. Arrancado con los colmillos, con el fuego, con la voluntad bruta.  

Todavía recuerdo esa noche. El suelo estaba empapado. El círculo de piedras goteaba con una lluvia helada. Los ancianos me hicieron arrodillarme, torso desnudo, la piel sometida al viento y a la tradición. No había corona dorada. Solo el frío. La sangre. El silencio.  

Habían grabado mi nombre en la piedra con sangre.  

Y cuando levanté los ojos, juré:  

— No caeré. No me doblegaré. Y recuperaré lo que nos fue robado.  

Lo que me fue robado.  

Un hogar. Una ternura. Un pasado que nunca tuve la oportunidad de rozar.  

Me convertí en rey esa noche, no porque ellos lo decidieran, sino porque lo conquisté.  

Pero ni siquiera el trono me ha colmado nunca.  

Lo sentí desde el primer invierno: algo me faltaba. Algo más profundo que la ambición, más antiguo que la guerra. Una sensación que no se dejaba nombrar, pero que consumía todo. Una hambre. Una sed que ni el poder, ni las batallas, ni los gritos de los enemigos podían apaciguar.  

Un eco, un vacío, una voz sin nombre.  

Luego vino el sueño.  

Ella.  

Y ese fuego se reavivó en mí, violento, inextinguible. Esa necesidad.  

No de poseer.  

No solo.  

Sino de encontrar.  

Como si ella fuera la respuesta a esta ausencia primordial. Como si, en la forma de sus ojos, en la suavidad de su cadera bajo mi mano, en el pánico de su aliento contra mi garganta, pudiera reparar al niño abandonado que había sido. Remendar los fragmentos destrozados de una memoria robada. Llenar el vacío con carne. Con el alma.  

Nunca conocí a mi madre.  

Pero en su mirada había un abismo familiar. La misma falta. El mismo dolor mudo, el que solo aquellos que han sido privados de raíces llevan en silencio.  

Y ahora estoy seguro, que ella sabe.  

Que sabe más que yo sobre este vínculo.  

Sobre esta memoria antigua que llevo, que me consume. Quizás ella también esté relacionada. Quizás sea el hilo que el destino olvidó cortar. O el que ha tejido mil veces, a través de otras vidas, otros tiempos.  

Soy Kael. Rey de las Cenizas y de las Manadas Rojas.  

Y siento que mi destino nunca ha sido reinar.  

Sino encontrarla.  

Y si para ello debo desenterrar los secretos de mi linaje, arrasar los pactos antiguos, romper las leyes de sangre… lo haré.  

Ya lo estoy haciendo.  

Y llegaré hasta el final.

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