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Capítulo 2 – El instante robado

Neriah

Nunca debí haber dejado la fiesta.

El aire dentro de esa casa me ahogaba, cargado de conversaciones vacías y risas demasiado forzadas. Cada sonido resonaba como un eco vacío, cada sonrisa como una máscara desincarnada. Los perfumes demasiado dulces mezclados con las volutas de tabaco me daban náuseas. Necesitaba escapar de esta jaula dorada, de este teatro donde se actuaba sin nunca realmente vivir.

Así que, sin hacer ruido, me deslicé fuera del salón, huyendo de las miradas educadas y de los comentarios disfrazados de cumplidos. La puerta se cerró detrás de mí, y me encontré sola con la noche.

El jardín me recibió con una frescura casi divina. La luz de la luna, de un rojo profundo, bañaba cada hoja, cada piedra, como un aura sobrenatural. El suelo bajo mis pies descalzos era duro y fresco, crujía suavemente bajo mis pasos, mientras un olor salvaje a musgo húmedo y jazmín me envolvía. El aire parecía vibrante, cargado de un silencio casi sagrado, como si el mundo contuviera el aliento.

Fue allí, en esa calma cargada de espera, que lo vi.

Una silueta esbelta se dibujaba contra el viejo muro de piedra, separando el jardín de los oscuros bosques. Permanecía en la sombra, casi invisible, una sombra en movimiento, una presencia a la vez enigmática y magnética. Nuestros miradas se cruzaron, y una corriente eléctrica atravesó el espacio que nos separaba.

Sus ojos. Estaban lejos de cualquier color humano, ni azules, ni verdes, ni grises. Una luz incandescente ardía en ellos, una llama dulce-amarga, salvaje y contenida, que parecía prometer tanto la destrucción como la revelación. Esos ojos llevaban la pesada carga de siglos de dolores y secretos, con una intensidad casi insoportable.

No retrocedí.

Permanecí inmóvil, suspendida en ese instante como atrapada en una red invisible. Había algo en su mirada que me absorbía, que desgarraba el velo de mi armadura, que hacía nacer en mí una quemadura sorda, una tensión dulce-amarga.

Se giró lentamente hacia mí, sus rasgos revelándose poco a poco en la sombra, una belleza dura y salvaje, a la vez aterradora y fascinante. Su rostro llevaba la marca de una bestia, con mandíbulas firmes, pómulos altos, y una mandíbula esculpida por la prueba. Su piel era clara, casi translúcida, contrastando con sus ojos ardientes. Su cabello, negro como la tinta, enmarcaba su rostro desordenado, captando la luz roja de la luna y dándole un aura irreal.

Podía ver cada detalle, cada matiz: las finas arrugas en las comisuras de sus ojos, testigos de una vida intensa; la ligera cicatriz en su barbilla, indicio de un pasado violento; la tensión en sus músculos bajo el tejido oscuro de su camisa, recordando una potencia contenida, lista para explotar.

Su aliento era calmado pero profundo, y su voz, cuando habló, era grave, casi un susurro cargado de una fuerza primitiva.

—No deberías estar aquí.

Esa simple frase me hizo estremecer. No por miedo, no. Más bien una especie de reconocimiento doloroso. Como si, de alguna manera, fuéramos dos almas destinadas a chocar, aunque el mundo a nuestro alrededor quisiera separarnos.

No respondí. Mis labios permanecían cerrados, congelados en una inmovilidad casi irreal. Sentía el calor de su presencia expandiéndose en el aire, envolviendo mi cuerpo como un abrazo invisible.

Luego avanzó, lentamente, cada paso cargado de promesa y peligro. El aire se espesoró a nuestro alrededor, cargado de una energía casi palpable, una vibración suave y punzante que danzaba en mi piel, serpentearía en mis venas. Un calor sordo e imperioso, que ardía sin nunca tocarme directamente, un fuego interior que se encendía al contacto de su mirada.

Rozó mi brazo. Solo un simple roce, una caricia apenas perceptible. Sin embargo, eso fue suficiente para desencadenar una descarga eléctrica en todo mi cuerpo, un incendio invisible que consumía lentamente cada partícula de mí, encendiendo una llama de una intensidad nueva, brutal y frágil a la vez.

Sus ojos se oscurecieron, ganados por una salvajería contenida, como si él también sintiera la quemadura que nacía entre nosotros, ese vínculo indefinible, hecho de deseo y misterio.

—¿Sientes eso? murmuró, la voz vibrante de una tensión apenas contenida.

Solo pude asentir con la cabeza, incapaz de encontrar una palabra.

—Sí.

El silencio se estiró, pesado y cargado de esa tensión eléctrica que parecía querer desgarrarnos o unirnos. Estábamos suspendidos en un hilo frágil, dos almas atrapadas en un instante fuera del tiempo, dominadas por una fuerza mucho mayor que nuestra voluntad.

Luego, tan repentinamente como había aparecido, se alejó, desapareciendo en la densa sombra de los árboles, como una aparición fugaz, dejando tras de sí una promesa muda, un estruendo sordo en mi corazón.

Permanecí allí, inmóvil, consciente de que este encuentro robado iba a alterar todo lo que creía saber sobre mí misma, sobre el mundo, y sobre lo que realmente deseaba.

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Kael

Esa noche, todo lo que quería era huir.

Huir de este círculo asfixiante de sonrisas falsas, de luces artificiales, de palabras vacías. Pero cuando la vi, esa silueta frágil y decidida alejándose hacia el jardín, algo dentro de mí se rompió.

La seguí sin pensar, empujado por una fuerza invisible que no comprendía.

Ella estaba allí, descalza, un desafío silencioso en la mirada. Una belleza salvaje, indomable, un misterio que ardía por desentrañar.

Me apoyé contra el muro frío, fijando esa sombra que no quería desaparecer.

Luego levantó los ojos hacia mí.

Un destello atravesó mi cuerpo.

La electricidad de ese momento era casi insoportable, como si dos polos opuestos de un mismo imán se repelieran y se atrajeran al mismo tiempo.

Le dije que no debería estar allí.

Pero era yo quien no debería estar allí.

Me acerqué, con la respiración entrecortada, la voz ronca.

Le pregunté si sentía ese fuego. Ese vínculo.

Ella respondió que sí.

Y en ese preciso instante, supe que nada volvería a ser como antes.

Este encuentro fugaz y robado sería el punto de partida de un camino donde deseo, dolor y pasión se mezclarían en un incendio devorador, hasta el olvido.

Esa noche, bajo la luz roja y cruel de la luna, nuestras almas se encontraron, sin saberlo.

Y la primera quemadura echó raíces, profunda e irreversible.

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