Valery solía disfrutar el silencio. Había aprendido a encontrar en él una especie de refugio, una pausa entre siglos de secretos, traiciones y decisiones que no siempre eran suyas.
Pero esa tarde, mientras reorganizaba una estantería de libros antiguos en su departamento, el silencio tenía otro matiz.
Era expectante, vibrante y lleno de posibilidades.
Incluso los sonidos cotidianos, el leve crujir del parquet, el zumbido suave del refrigerador, el murmullo de la ciudad detrás de los ventanales, parecían anunciar algo.
Tenía el día libre, un raro lujo en su rutina nocturna.
Al leer el mensaje que llegaba, sintió que una presión invisible se disipaba en su pecho, como si hubiese estado conteniendo el aliento por días.
Cerró los ojos un instante y dejó escapar un suspiro largo, cargado de una emoción que no sabía cómo nombrar, pero que le calentó el pecho como una promesa incipiente.
Se había pasado la mañana en bata, hojeando tomos en latín y francés antiguo, buscando fragmentos de sí mi