El corazón de una inmortal

Valery solía disfrutar el silencio. Había aprendido a encontrar en él una especie de refugio, una pausa entre siglos de secretos, traiciones y decisiones que no siempre eran suyas.

Pero esa tarde, mientras reorganizaba una estantería de libros antiguos en su departamento, el silencio tenía otro matiz.

Era expectante, vibrante y lleno de posibilidades. Incluso los sonidos cotidianos —el leve crujir del parquet, el zumbido suave del refrigerador, el murmullo de la ciudad detrás de los ventanales— parecían anunciar algo.

Tenía el día libre, un raro lujo en su rutina nocturna. Al leer el mensaje, sintió que una presión invisible se disipaba en su pecho, como si hubiese estado conteniendo el aliento por días.

Cerró los ojos un instante y dejó escapar un suspiro largo, cargado de una emoción que no sabía cómo nombrar, pero que le calentó el pecho como una promesa incipiente.

Se había pasado la mañana en bata, hojeando tomos en latín y francés antiguo, buscando fragmentos de sí misma en esas páginas que parecían tan atemporales como ella.

Se permitió una taza de té, música suave de fondo y una calma que no necesitaba justificar, hasta que el sonido seco de un mensaje interrumpió ese equilibrio frágil.

Tengo una sorpresa para ti esta noche. Prepárate para algo especial.

Jacob. Ese humano que cada día lograba derribar más muros en ella con solo una palabra.

Valery releyó el mensaje varias veces, con una sonrisa que fue creciendo sin que se diera cuenta.

Sus dedos se cerraron alrededor del teléfono como si quisiera atrapar esa emoción por completo, como si al sostenerlo apretara también la ilusión de un futuro distinto.

Caminó lentamente al dormitorio. Escogió un vestido sencillo, de tela suave, color gris oscuro. Se soltó el cabello, dejando que las ondas naturales le cayeran sobre los hombros, se perfumó apenas con un toque amaderado, lo justo.

No quería parecer que se esforzaba demasiado, aunque por dentro se sentía como una adolescente antes de su primer encuentro, se colocó unos pendientes mínimos, se miró en el espejo y se sorprendió a sí misma sonriendo con nerviosismo, porque, aunque no se veía, actuaba como si pudiera ver su reflejo. Cuando el cielo empezó a oscurecerse por completo, se sentó junto a la ventana, observando la ciudad mientras jugaba con el dobladillo de su vestido, intentando calmar los latidos de su pecho.

Tocaron la puerta justo cuando las luces de la calle se encendían.

Se levantó, conteniendo el temblor leve de sus manos.

Al abrir, lo vio, su figura alta, desenfadada, con esa sonrisa honesta que empezaba a ser su debilidad, en una mano llevaba un ramo de rosas negras y en la otra, un pequeño bulto de pelo con ojos enormes que se aferraba a su chaqueta.

—No sé si te gusten… —dijo Jacob, alzando al animal con cuidado— pero sentí que te haría compañía. Me pareció… que era algo que encajaba contigo.

Era un gatito angora, negro, con algunas manchas blancas en el lomo y un lazo rojo en el cuello.

Parpadeaba con curiosidad, como si también percibiera la singularidad de quien tenía enfrente, movía las orejitas con atención, olfateaba el aire con timidez, tenía una presencia tranquila, pero viva.

Y en sus ojos, Valery sintió una ternura que le traspasó la coraza.

Valery se quedó inmóvil por unos segundos, su mente intentaba comprender por qué aquel gesto tan simple, tan inocente, le removía fibras tan profundas.

No era solo un animal, era una representación viva de ternura, de compañía desinteresada, de cuidado.

Durante siglos, nadie le había regalado algo sin esperar nada a cambio, sin manipulación o sin propósito oculto.

Aquello era amor… en su forma más pura. No por desconcierto, sino por lo que esa imagen le provocó.

Tomó las flores con una mano, y con la otra, recibió al gatito, su cuerpo era tan cálido y suave, tan pequeño, tan… vivo, lo acarició con dedos temblorosos, y un nudo se formó en su garganta.

—Jamás… —susurró— me habían regalado algo así.

Jacob frunció el ceño, preocupado.

—¿No te molestó?

Ella alzó la mirada, aún abrazando al animal contra su pecho, y negó suavemente con la cabeza.

—No, Jacob. Me conmueve.

Lo abrazó fuerte e instintivamente, como si el peso de siglos quisiera esconderse entre sus brazos, como si algo en su interior hubiera cedido una rendija.

Jacob no dijo nada, solo le correspondió, rodeándola con cuidado, como si también supiera que ese momento tenía un valor sagrado.

En su abrazo, no hubo palabras, pero sí promesas silenciosas, el mundo exterior se desdibujó y por un instante, solo existían ellos y ese pequeño ser que ronroneaba contra el pecho de ella.

Mientras se fundían en ese abrazo, algo más despertó en Valery. No era una visión, ni un eco de su don.

Era un recuerdo, un déjà vu profundo que la arrastró sin resistencia.

Su vida humana en Europa del Este.

El aire olía a pan horneado y leña húmeda. El suelo, cubierto de hojas secas, crujía bajo sus botas de niña. Desde la ventana de su hogar, oía los cánticos de su abuela mientras tejía.

El calor de la chimenea llenaba la sala con un aroma a madera quemada y sopa caliente, su madre la peinaba con dedos firmes y cálidos, y cada trenza era un acto de amor cotidiano.

Todo eso volvió con una fuerza arrolladora, como si el tiempo hubiera cedido por un instante para regalarle una caricia del pasado… las calles empedradas.

Su madre peinándole el cabello junto a una chimenea, las risas perdidas de una infancia demasiado breve y luego, el instante de la transformación.

El dolor, la oscuridad, el primer siglo de exilio. Canadá como refugio, los nombres olvidados, los rostros que pasaron como páginas de un libro roto, tiempos en los que amar era una debilidad, un riesgo, una carga.

Y ahora, Jacob.

“Tengo más de trescientos años, o algo así, ya perdí la cuenta… y este hombre de apenas veintiocho… me está enseñando a vivir.”

Se separó con lentitud y lo miró a los ojos.

Había tanta verdad en ellos, tanta luz, que no pudo contenerse, solo se dejó llevar por un impulso y lo besó con dulzura, con deseo y con la entrega de alguien que ya no quiere contenerse.

Sus labios se encontraron como si pertenecieran a otra época, como si hubieran esperado siglos para coincidir.

Fue un beso largo, pausado, cargado de un tipo de amor que solo se construye con confianza, no era como los besos fogosos y hambrientos que había compartido en siglos pasados, besos que nacían del deseo puro o de la necesidad de dominar.

Este era diferente, era como sumergirse en un lago tranquilo después de una vida de tormentas, una pausa en medio de una eternidad de guerra. Era como volver a casa, un beso que no pedía nada, pero lo ofrecía todo.

Valery sintió que algo se rompía en su interior, pero no le dolió.

Era una ruptura dulce, como una cadena oxidada que al fin cede.

Jacob respondió con igual intensidad, su mano se deslizó hasta su mejilla y el mundo desapareció.

Cuando se separaron, él le acarició el rostro con una sonrisa temblorosa.

—No creí que volvería a sentirme así. Pero contigo… estoy dispuesto a todo.

Ella no dijo nada. Solo entrelazó sus dedos con los de él y lo condujo al interior del apartamento.

El gatito maulló una vez desde el sofá, como si diera su aprobación silenciosa.

Valery se agachó y lo acarició con suavidad, el ronroneo del animal le trajo una paz insospechada, una promesa de cotidianeidad que jamás pensó ansiar.

Luego alzó la vista hacia Jacob y vio sus ojos brillando, pero no solo por el deseo, también por el miedo, miedo a perder lo que aún no tenía del todo, miedo a sí misma, miedo a que todo se desmoronara por un solo error.

Y a la vez, la certeza de que lo arriesgaría todo por él.

“Si sigo por este camino… dejaré de ser lo que fui. Y tal vez, por primera vez… eso me guste.”

Jacob sirvió dos copas de vino en la cocina, mientras ella lo observaba desde el umbral con el corazón latiendo con un ritmo que creía perdido.

Se apoyó en la pared, observando cada uno de sus movimientos con una mezcla de deseo y nostalgia, como si pudiera ver su vida futura en esa escena tan simple.

“Si mi maldición tiene cura… quizás la cura tenga su nombre.”, pensó Valery, mientras el sonido del vino al caer en las copas resonaba en la quietud del apartamento.

A través del cristal de la ventana, el reflejo de Jacob era lo único que se veía, y en esa imagen fugaz, sintió por primera vez que un nuevo destino podía escribirse con su nombre al lado del de él.

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